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Los tres disparos dirigidos con rabia a la puerta de entrada no tienen más consecuencias que el chillido de los pájaros que huyen en desbandada, hojas y pétalos de gardenias tronchados y una lluvia de astillas que sale de los enormes huecos en la madera horadada. Luego de un tenso silencio, una voz emerge con más fuerza a través de las paredes de la casa bajo asedio: “¡Asesinos! ¡Cobardes!”. Junto a sus palabras salen balas. Una impacta a un corpulento agente federal, que de inmediato es sacado de la escena y llevado a un hospital cercano. Otra rebota y le causa una leve herida a Brian. Son las cuatro y cuarenta de la tarde del 23 de septiembre de 2005.
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Hay poco dinero, pero hay muchas balas
Hay poca comida, pero hay muchas balas
Hay poca gente buena, por eso hay muchas balas…
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Es la tarde anterior a aquel 23 de septiembre. Rosalía Luna le pasa una toalla húmeda a la mesa que le servirá de escritorio. Coloca una silla de madera y pajilla frente a la mesa, en el lado que le permite observar por la ventana el follaje que rodea la cabaña que ha alquilado. Sale al patio para sacar del pequeño carro japonés los documentos que serán su única compañía desde ese jueves, 22 de septiembre, hasta el domingo. El lugar, recomendado por un amigo profesor, es el ideal para dedicarse a darle los toques finales al manuscrito que la casa editorial le exige entregar el lunes. Está ilusionada con la publicación de su primer libro de crónicas periodísticas.
Hay otra cabaña cercana, ocupada por una pareja y dos niños. Más a la derecha, en el tope del terreno, se ve la residencia de don Fife, el dueño de la finca Birán, a quien su amigo la refirió. Abajo, en la falda de la cuesta, hay una casa de cemento pintada de blanco, de la cual Rosalía puede ver parte del techo, el costado derecho del balcón de madera, un ángulo de la cocina externa y el patio, donde hay un árbol de cacao, otro de panapén, un flamboyán azul, rosas, azucenas y gardenias. Pero lo más llamativo del entorno es el silencio. Cero distracciones, campo abierto a la palabra pensada, esbozada, borrada, reescrita.
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—Jefe, tres hombres ya fueron ubicados entre los arbustos en las inmediaciones de la casa. No han sido detectados. Cambio y fuera.
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Son las once de la noche y mi reloj interno me alerta de que es la hora del noticiario. No hay televisor en la cabaña, lo que era condición indispensable para escoger el lugar donde me aislaría para escribir, y en el celular, apenas una rayita de señal, para evitar tentaciones. La costumbre de ver el noticiario me desconcentra momentáneamente y me percato de unos ruidos afuera. Tal vez un animal que camina o se desliza sobre la hojarasca seca de los árboles y arbustos cercanos.
Regreso al manuscrito, pero los ruidos continúan. Los perros de la casa de abajo salen al patio y ladran sin cesar. Salgo al pequeño balcón de mi cabaña. La oscuridad es tal que me golpea la pupila el encendido de una linterna en el patio de aquella casa. Cesan los ruidos. El rebote de la luz me permite ver a un hombre canoso junto a una mujer de pelo negro que rastrea con la linterna los alrededores. “¡Canela! ¡Caoba!”, llaman a los perros. Cuando los calman, la pareja regresa al interior de la casa.
Mi tripa comienza a hablarme. Y cuando me habla con insistencia, no falla. En esa área de mi cuerpo, además de alimentos, digiero sentimientos, se instalan presagios, se advierten los peligros. Era mi fuente de entero crédito cuando me dedicaba de lleno al periodismo. Afortunadamente, se va calmando según avanza la noche. Dejo que el cansancio y la cama me engullan.
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Suena el teléfono. Son las seis y treinta de la mañana del 23 de septiembre de 2005.
—¿Qué pasó, Che? —contesta el Profe, aún amodorrado.
—¿Te recojo, desayunamos y seguimos hacia a Lares? Llegaríamos a eso de las once, antes de que comiencen los actos oficiales del Grito— propone una voz amiga al otro lado del auricular.
Antes de contestar, el Profe se pasa la mano sobre esa frontera invisible entre la frente y la calva incipiente, como si por allí pudiera encontrar las palabras adecuadas.
—Ay, chico, creo que no voy. Deja ver cómo te digo. Tú sabes que no soy aficionado a ese tipo de actos. Prefiero escribir, recopilar datos, investigar sobre el origen y los porqués de la historia… Acá entre nos, detesto la monotonía de las fiestas patricias, siempre iguales, siempre vacías. Cada día se me parecen más a la verbosidad reiterativa de las misas. Perdona, chico, pero paso.
—OK.
Fin de la llamada. Acto seguido se dispone a hacer café con total conciencia del lugar que ocupa en el tiempo y el espacio. Había aprendido que estar vivo era una forma de actuación. Se conduce con parsimonia y sin pasión. Se acaricia la barba poblada de canas como quien soba el mentón de su felino favorito. Toma un molinillo eléctrico y agarra un puñado de granos de café robusta mezclados con arábiga presuntamente puertorriqueños. Está consciente de que no se trata de más que una mezcla vulgar de granos importados revueltos con alguno que otro criollo. “La identidad de las cosas no es más que una ficción”, se dice a sí mismo. Antes de comenzar el proceso de micromolienda aspira con fruición un puñado de aquellas pepitas en el cuenco de la mano. Entonces las deposita en el triturador. Había realizado aquel acto una y otra vez durante treinta años.
Se fija en que la luz de la alborada se cuela por el quicio de la puerta de la cocina que da a la terraza. Reconoce, con pesar, que su café matinal no sabe igual que el que colaba su abuela. Por ello suele “mejorarlo” con semillas de anís, polvo de cúrcuma, raíz de jengibre molida y, en ocasiones, albahaca y menta. Su afán por recuperar algo parecido a los sabores y los olores del tiempo perdido no tiene límites. A veces teme que su paso cotidiano del cuarto a la cocina sea una escena sacada de Por el camino de Swann de Marcel Proust. Desde la terraza, donde apura el último sorbo de su primer café del día, ve pasar por la carretera cercana unas guaguas negras, ajenas al tránsito normal del vecindario.
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—This is a terrorist, don't forget that! A terrorist! —insiste el jefe, acentuando las palabras con un puñetazo sobre la mesa donde se encuentra desplegado un mapa—. And with him —añade— there may be other terrorists, and terrorists are not human beings. Are we clear?
Esas mismas palabras las habían escuchado los agentes del grupo de asalto cuando llegaron de Quantico, Virginia, a la Isla, nueve días atrás. Las mismas palabras que les repitieron en las visitas de reconocimiento sobre el barrio Plan Bonito de Hormigueros el 15 y el 16 de septiembre. Y ahora, por encima del ruido del motor del helicóptero que sale de la base Ramey en Aguadilla rumbo al lugar del operativo, aquellas palabras brotan como un buche de sangre de la garganta del jefe de la oficina local del FBI.
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Sería inaccesible el que alguien te mate
si cada bala costara lo que cuesta un yate;
tendrías que ahorrar todo tu salario.
Para ser mercenario habría que ser millonario.
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