CUANDO DEJÉ HACIENDO PUNTO

By Silverio Perez

CUANDO DEJÉ HACIENDO PUNTO

 

Es un domingo en la mañana del verano de 1980. Estoy en el amplio vestíbulo del Hotel Habana Libre, observando fotos y ojeando recortes de periódicos de cuando fue inaugurado como el Habana Hilton por el dictador Fulgencio Batista el miércoles 19 de marzo de 1958. En la foto se ven lujosos automóviles frente a la hospedería y el desfile de invitados de la alta burguesía cubana recibidos por elegantes porteros, todos muy blancos, bien afeitados y con un impresionante vestuario. Así lo reseña un artículo de la época que es parte de la exhibición.

En otro lugar, más prominente aun, examino otras fotos que contrastan deliberadamente con las anteriores. Es la llegada al hotel el 8 de enero de 1959 de Fidel Castro y sus barbudos revolucionarios de la Sierra Maestra. Desde ese día en adelante, la habitación 2324 se convirtió en el Centro de Mando de la Revolución.

Alguien me toca en el hombro y cuando me vuelvo descubro a Nana, la más joven de los integrantes de Haciendo Punto en Otro Son. Estamos participando de un encuentro de la canción social latinoamericana, junto a otros grupos de Hispanoamérica, auspiciado por la institución cultural que Fidel le encomendó a Haydee Santamaría: Casa de las Américas.

Salimos por la calle L, doblamos en la avenida 23 y caminamos por seis cuadras hasta llegar al Malecón. Conversamos durante el trayecto.

—Ha llegado el momento de ponerle fecha a mi salida del grupo —le digo.

—¿Pasó algo? —pregunta y se detiene cambiando el semblante.

—Nada inmediato, pero son cinco años demasiado intensos. Me he tenido que enfrentar a las salidas de Tony y Nano, y cuando comenzábamos a tomar el aliento luego de ese golpe, se nos fueron Irvin y Josy. A los divorcios del grupo añádele dos míos, más tres hijos; y luego de una gira de cuarenta y cinco días por los Estados Unidos, regresamos con mil doscientos dólares cada uno, que no da para pagar la casa y las responsabilidades que tengo con Carlos, Marién y Yarí. Y no puede ser. Debo buscar otras formas de contribuir a la lucha sin descuidar mi familia.

Así, de sopetón, dejé caer mi carga a los pies de Nana. Desde el presente me escucho expresarle esas preocupaciones a Nana, ese domingo en La Habana, y observo que aun no cesaba en mi intento de conciliar el compromiso social y político, mi ser artístico-creativo, y mi responsabilidad con la familia. Un reto que también enfrentaron los compañeros de generación antes y después de los años 80, cuando las lógicas del mundo del trabajo cambiaron y convirtieron al trabajador explotado en el ideal, y a la familia en un obstáculo para el crecimiento profesional. Era un dilema personal, pero también un dilema de los tiempos. Uno no escapa a su tiempo histórico por más que lo intente. Me declaro vencedor en esa batalla por el equilibrio, pero como en toda batalla, las heridas son inevitables. Es ley de vida: sin dolor no hay crecimiento.

—Precisamente estaba esperando que llegáramos a Puerto Rico para decirles que quiero dejar el grupo para dedicarme a terminar mis estudios en música —confesó Nana.

Entonces fui yo el sorprendido. Por las próximas cuadras traté de convencerla de no hacer lo que yo había decidido hacer, y no lo logré. Quedamos en planteárselo al grupo al regresar a Puerto Rico. Nos dimos un largo abrazo, de esos que sellan la complicidad de un sentimiento compartido. Nana regresó al hotel pues quería asistir a un encuentro con los músicos cubanos de la agrupación Moncada y yo busqué un espacio para sentarme en el muro del Malecón a calmar mis emociones. Dejé que la mirada se perdiera en la inmensidad del Atlántico que tenía de frente y me permití experimentar esa sensación de dolor que produce desapegarte de algo que ha sido parte de tu vida, que ya es como una segunda piel.

Un mosaico de ocasiones, sin cronología, pero de imágenes vivas, curiosas, intrigantes, jocosas, fueron llegando, y me tumbé bocarriba en el muro, aferrado a aquel caleidoscopio de recuerdos de las recientes visitas del grupo a los Estados Unidos. Cerré los ojos. El recuerdo, aderezado de salitre caribeño, me hace pensar que nuestra historia personal se va cruzando con una parte de la historia universal sin proponérnoslo. Que todos somos parte de esos relatos que a veces sentimos tan distantes. Que mi historia es la historia del tiempo que me tocó vivir y en ese sentido soy también protagonista de ella.

Me vino el recuerdo de un domingo a mediodía en una iglesia bautista en Washington, atestada de gente elegantemente vestida, mayormente afroamericanos y líderes latinos de organizaciones defensoras de los derechos civiles. Haciendo Punto cantaría inmediatamente después del mensaje de un reverendo que al hacer su entrada provocó la activación de los flashes de las cámaras y los intentos de los que daban al pasillo por donde caminaba de tocarlo, saludarlo y lograr algún contacto con él. Yo no sabía quién era. Cuatro años después cuando corrió por el Rainbow Coalition para presidente de los Estados Unidos supe que se trataba de Jesse Jackson. Los líderes boricuas en Washington habían logrado la atención a sus reclamos del conocido activista y ese acto sellaba esa coalición. La actuación del grupo era una muestra del aprecio de los puertorriqueños a aquel junte de propósitos.

El esplendor de la actividad y nuestra brillante actuación, con introducciones en inglés a cada una de las canciones, contrastaba con lo vivido la noche anterior. A Moncho -el percusionista del grupo- y a mí nos tocó quedarnos en un inmenso sótano vacío de un edificio, con solo dos matresses tirados en el suelo, uno al lado del otro. Moncho se fue a investigar a ver si encontraba un baño en aquel sótano inmundo y regresó al rato, asustado y molesto. Se había topado con unos salvadoreños ilegales que tenían una estación de radio clandestina en una esquina de aquel lugar desde donde estaban haciendo un llamado a apoyar la revolución en El Salvador. Como Moncho era blanco y en su calva quedaban destellos de pelo rubio, pensaron que era un agente de inmigración y salieron corriendo. Allí, entre ratones que corrían de un lado a otro, y un frío insoportable, pasamos la noche.

El más inverosímil de esos recuerdos que parecía traer el oleaje del Malecón habanero fue cuando cuatro de nosotros viajamos por cuatro horas y media de Lancaster, Pensilvania, hasta Poughkeepsie, Nueva York, en medio de una intensa nevada, para tratar de llegar a una presentación de Silvio Rodríguez con Pete Seeger, cantante folclórico y activista social al que muchos considerábamos el padre de la canción protesta norteamericana. Cuando llegamos estaban en la última canción, pero conocer a Pete y verlo junto a otro gigante del nuevo canto valió la pena.

De allí salimos cerca de la media noche hacia Rochester, al norte del estado de Nueva York, donde tendríamos al otro día un concierto en una iglesia católica. Fueron otras cinco horas de travesía. El sacerdote, que había sido expulsado de Puerto Rico por revolucionario, nos recibió a eso de las cinco de la mañana. El resto del grupo ya había llegado y dormían en algunas casas de los feligreses. Muy amablemente nos invitó a un café en su casa, detrás de la iglesia, y sin encomendarse a nadie sacó picadura de marihuana y se preparó un cigarrillo mientras nos explicaba, con gran pasión, la labor comunitaria que estaba realizando.

Ya no desde el muro del Malecón en La Habana, sino desde el presente, miro esos eventos y me parecen alucinantes, inverosímiles, pero hermosos. Vivíamos la ilusión de hacer algo para cambiar lo que había, a cualquier precio, con todas las contradicciones inimaginables, pero con la esperanza de que nos movíamos hacia un futuro nuevo. Con todo lo desquiciado que nos pueda parecer aquel escenario, con sus fracasos y desilusiones, lo prefiero mil veces al desgano, a la apatía, al marasmo y la dejadez que parece pintar el presente. Pero sigo teniendo esperanzas.

Escapo nuevamente al pasado y vuelvo a cerrar los ojos, acostado en un muro en el malecón de La Habana. Me llega el del espectáculo que presentamos en el John Hancock Hall de la calle Berkeley en Boston. Cuando estábamos haciendo la prueba de sonido, se me acercó un muchacho flacucho, alto y pelú, cargando una grabadora enorme. No recuerdo si me dijo su nombre. Sólo quería una entrevista con el grupo para un programa de radio que tenía en Berklee, la más prestigiosa institución especializada en música de los Estados Unidos. Le dije que sí. Fue un diálogo ameno enfocado en la investigación como fuente de la reinterpretación del folclor. Lo invité a que se quedara para el show, y así lo hizo. Al terminar vino emocionado a darnos las gracias y pidió permiso para regresar al otro día y grabar en audio parte de la presentación. Ese segundo día, apareció con una copia de The Real Paper, un periódico de la ciudad, que había publicado una crítica del espectáculo donde se decía: “Haciendo Punto is the best musical group in the Western Hemisphere”.

Volví a encontrarme con ese joven en los inicios de la década del noventa. El productor y amigo, Rafo Muñiz, me invitó al Centro de Bellas Artes al espectáculo de la sensación del momento: Juan Luis Guerra y su 440. Acababan de lanzar el álbum Bachata Rosa que luego le ganó su primer Grammy y sobrepasó los cinco millones en ventas. La primera producción, Ojalá que llueva café, ya me había pare- cido una obra maestra. Al terminar el concierto, Rafo me llevó a los camerinos para que conociera a Juan Luis. Yo estaba emocionado y deseoso de mostrarle mi admiración y aprecio por su música. Cuando entramos al camerino Rafo hizo una presentación de mi persona, mencionó a Haciendo Punto y ese nombre hizo que Juan Luis me enfocara con su mirada de niño grande y exclamara: “pero si yo los entrevisté en Boston cuando fueron al John Hancock Hall y yo estudiaba en Berklee” y me dio un abrazo. Fue de esos momentos en que uno se queda sin palabras. Juan Luis se deshizo en elogios sobre el grupo y la importancia que para él tuvo aquella entrevista.

Recordar ese maravilloso encuentro ahondó más la tristeza que ya sentía por la decisión tomada de dejar Haciendo Punto. Cuando estaba de regreso al hotel, vi una multitud de gente en La Rampa. Era la fila para comprar un helado en Coppelia, la famosa heladería que ha ganado premios internacionales. Se estima que atiende más de treinta y cinco mil clientes en un domingo como el que yo disfrutaba, de mucho sol y bastante humedad. Me tomó más de una hora pedir mi helado a pesar de los sobre cuatrocientos cubanos que allí trabajaban, pero me disfruté escuchar las diversas conversaciones, los chistes subidos de tono, los vacilones y la atmósfera festiva, tan caribeña, tan habanera. Sentí entonces un gozo especial producto de escapar del drama del pasado y de la incertidumbre del futuro para estar cons- ciente del aquí y el ahora. Y en aquel ahora, desapareció la tristeza y me gocé lo que restaba de ese domingo habanero... y de la nueva década que ya había comenzado.

Han pasado 40 años desde ese día. Se podrán imaginar las emociones que me embargan al recibir este domingo, en la terraza de mi casa, a ese grupo del cual tengo tantas historias, emociones y vivencias adheridas a la memoria.



47 comments

  • Mi hermano rene meJiaSlos llevo a utuado para un concierto de clase GRADUADA en el año 1978. Creo q fue la primera visita de haciendo punto a utuado. Excelente

    Roberto Cortés on

  • Lo vi muchas veces En el Teatro Tapia y En otros lugaRes y loS admiro mucho !! Esta Noche no me lo pierdo ,,, gracias

    Frances Licha on

  • Recuerdo que una vez estaba con mi joven familia en una cafeteria en puerto nuevO cuando un joven delgado y medio pelu se acerca y despues de hablar un Rato me pregunta que qué creo del nuevo disco de haciendo punto a lo que le conteste que me parecia Un poco diferente la musica pero que me gustaba. El joven a quien me refiero es silverio perez. Por su humildad me hizo ser otro seguidor deL gruPo y de Él. Recuerdo el accidente que tuvo silverio del que se pensÓ que no VOLVERIA a tocar la guitarra.
    Gracias silverio por tu arte y dedicacion.

    Jesus DOhnert on

  • Haciendo punto en oTRO Son enmarco los RECUERDOS mas hermosos de MI JUVENTUD…Lo llevo inpregnado en mi piel.

    Ada Negrón on

  • Haciendo punto en otri son enmarco los RECUERDOS mas hermosos de MI JUVENTUD…Lo llevo inpregnado en mi piel.

    Ada Negrón on


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